En los Ángeles, California, el sueño americano se ha convertido, para miles de migrantes, en una pesadilla. En un abrir y cerrar de ojos, Alejandro Méndez no reconoce el centro de esta ciudad a la que arribó hace más de tres décadas.
Originario de Santiago Matatlán, Oaxaca, describe el panorama como desolador, en donde la economía cada vez es más inestable ante las políticas migratorias del gobierno estadounidense y que no descarta, podría pegar a las remesas.
Méndez relató cómo fue caminar por las calles de Los Ángeles después de participar en la marcha denominada "No Kings" -No Reyes- el pasado 14 de junio. “Todos los negocios estaban cerrados, todo estaba solo, había temor, preocupación”, dijo.
Para Dora el hambre es más grande que el miedo, por eso no hay nada que perder. Eso es lo que la impulsa a salir diario y poner su puesto de tamales, hot dogs y aguas frescas justo frente a La Placita Olvera, un lugar considerado uno de los corazones culturales de Los Ángeles.
Dora, como miles de migrantes ilegales, vive entre redadas migratorias, el terror de ser deportada y la obligación de pagar la renta y llevarles a diario a sus hijos al menos un plato de comida.
"Uno viene a trabajar, no a hacer daño. Pero si no vendo, no pago la renta y me tengo que ir a vivir bajo el puente freeway. Tengo hijos, no puedo fallarles”.

La voz de Alejandro entristece cuando señala que el barrio popular de Little Tokyo no parecía el mismo: “No había trabajadores, no había nada, solo las hojas de madera y metal abrazando las puertas y ventanas de los restaurantes para evitar actos de vandalismo, que no han protagonizado los indocumentados”.
A lo largo de sus cinco manzanas, en este barrio popular de Estados Unidos, no se veía más que a quienes se empleaban en los restaurantes, en las barras de bebidas y en otros negocios.
Desde hace casi tres semanas, el temor se apoderó de las calles. Donde antes había filas de clientes y ruido, ahora hay silencio. Josefina, originaria de Zacatecas y dueña de un restaurante famoso por sus enchiladas, describe la escena como “una cacería humana”. Aseguró que lo que viven hoy “es más terrible que la pandemia”.
Ricardo, quien por 40 años ha atendido una carreta en el corazón de Los Ángeles, ve los efectos con dolor:
“Normalmente, tengo 70 u 80 clientes; hoy sólo llevo dos. Mi renta es de tres mil dólares. Si cierro, pierdo todo”. Con la fe desgastada y los bolsillos vacíos, asegura que “cerrar es rendirse… y no podemos dejarnos”.
Organismos de derechos humanos, sindicatos o de barrio han tomado el liderato para velar y orientar a los más de 11 millones de inmigrantes indocumentados que se estima viven en Estados Unidos.
POR ÉRIKA MONTOYA Y CARINA GARCÍA
EEZ