La República Mexicana está en fase terminal: sus pilares representativos y democráticos se ven corroídos por el cáncer del obradorismo populista.
La Revolución de 1910 redefinió el pacto social del Estado mexicano en tres pilares: la transición pacífica del poder, la construcción de instituciones y la justicia social. Aunque el régimen de partido único asfixió la pluralidad y quebrantó promesas sociales, la acumulación de tensiones impulsó la democracia electoral y desconcentró al poder presidencial.
En este proceso, la democracia mexicana construyó mayores equilibrios entre los Poderes de la Unión y los órganos autónomos para prevenir la concentración del poder, garantizar alternancia y libertades políticas, económicas y judiciales.
Como advierten Levitsky y Ziblatt en Cómo mueren las democracias (2018), los actuales quiebres democráticos no los provocan soldados ni generales, sino los propios gobiernos electos. En México, el caudillismo obradorista cometió parricidio contra el Estado que le dio vida. Aprovechando el reclamo legítimo de combatir la corrupción, mejorar la seguridad y disminuir la pobreza, su discurso populista dirigió sus ataques en contra de las instituciones.
López Obrador no acabó ni con la corrupción, la inseguridad o la pobreza. En cambio, sedujo con teorías simplistas, y dirigió su esfuerzo no a mejorar las políticas de gobierno, sino a crear un nuevo diseño del Estado. El propósito fue, desde el inicio, concentrar el poder, destruir los contrapesos y evangelizar con el engaño. Así acabó con las autonomías constitucionales, pervirtió los órganos electorales y desplazó al sector privado como aliado de la economía.
Cuando las resistencias frente al obradorismo surgieron en el ámbito judicial, la furia se transformó en venganza. La reforma judicial se consumó en una elección que, como bien dice Valadés, fue un “fracaso en la participación y fraude en los resultados”. Fracaso por la magra asistencia del 12% del electorado; fraude porque la selección de los ganadores la hizo una camarilla oficialista en infames acordeones.
Mucho costará al país la pérdida de la autonomía de un poder de la unión, con ministros de la Suprema Corte fieles al caudillo. El precio será la incertidumbre para los ciudadanos y sus libertades, y mayor complejidad para las inversiones y en el trato con socios comerciales.
Sorprendió la implementación fiel de la reforma por parte de la presidenta, que pudo haber modulado, matizado y rediseñado. No es la única responsable: también los jueces de planillas prellenadas, el empresariado acomodaticio, y la oposición adormecida. México no estaba para liderazgos tibios, necesitaba estadistas que defendieran el último reducto de la República democrática.
CUMULONIMBUS. “Donde no hay justicia no hay república”, San Agustín.
POR BOSCO DE LA VEGA
COLABORADOR
@BOSCODELAV
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