Aunque ya desde Platón se había inseminado el germen de una República ideal, a partir de la cual desde entonces se produce el debate y estudio sobre las mejores formas de gobierno y de Estado que sustentará la teoría de la Constitución como, por ejemplo, lo describe Maurizio Fioravanti, le corresponde a Tomás Moro –desde la particular óptica del jurista inglés– el uso de la palabra Utopía en el pequeño, pero sustancioso libro, que lleva el mismo nombre.
Parte del título original refería lo siguiente: “… sobre el mejor estado de una república…”. A partir de este breve tratado de ciencia política se ha comprendido que la utopía –como tal, inalcanzable– es una planeación imaginativa de una sociedad ideal impregnada de las virtudes del ser humano y cuya realización –si eso es posible– es a futuro.
Pero como en todo, siempre hay una némesis y en el caso de la utopía el papel de oponente a ésta le corresponde a un concepto muy utilizado en los últimos tiempos en las vertientes de la ficción novelada: la Distopía.
Por supuesto que no es un vocablo de cuño moderno, puede apreciarse desde el mito de la caverna en Platón. Pero tal vez, el sentido contemporáneo a partir del cual se desencadenó todo un enjambre de obras distópicas lo encontramos en la novela 1984, de George Orwell (1947). A partir de ahí tenemos ejemplos como Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953), cuyo nombre se debe a la temperatura en la que el papel de los libros de incendia gracias a los censores del conocimiento.
En ese sentido, la distopía también es una planeación del imaginario de una sociedad abarrotada de los defectos humanos que alienan la mente de los individuos. Y aunque la definición incluye que la realización de una distopía es a futuro e inalcanzable, los tiempos actuales me hacen opinar que esto último no es tan cierto.
Además, hay un rasgo común: en las distopías hay un vacío, no existe el Estado y, en su lugar, grupúsculos de minorías con el poder de controlar mayorías alienadas, pequeños feudos de horca y cuchillo en los que las libertades que conocemos simplemente han desaparecido.
En marzo de 2022, el periodista Ezra Klein entrevistó a otra autora ya clásica de las distopías, Margaret Atwood. Respecto de aquéllas –y en particular la que aborda en The Handmaid’s Tale– dijo en tono preocupado: “eso es lo que nos preocupará dentro de una década… Es una teocracia que afecta a todo, incluso a quien sabe leer. No a quién puede votar: eso lo han abolido…”.
Y cuando me refiero a que las distopías no necesariamente son futuras e irrealizables, Atwood constata mi idea al señalar que muchas de ellas se han intentado realizar en la vida real “a gran escala”.
Concuerdo con ella, lo que para muchos es distopía, para otros es una utopía realizable: una sociedad sin Estado, sin control, sin justicia, carente de derechos y libertades, impregnada de autoritarismo, adoctrinada sin crítica, sosteniendo a un grupúsculo de advenedizos y reyezuelos sobre las espaldas de una mayoría de redil.
La pregunta es la siguiente: ¿de qué lado queremos estar: en un rechazo a las distopías o en el enfermizo deseo de una utopía trasnochada?
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA
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